También Mozart ayudó a Jonas Kaufmann (1969) a hacerse conocido en el año 2003 y en este caso no hubo malos pasos ni tropiezos que impidieran que el tenor bávaro conquistara la escena mundial. Para ello, pasarían 10 años, los suficientes para decir que Kaufmann es el primer cantante alemán global, el hombre que sucedió a generaciones de italianos, españoles y suecos (es decir, Pavarotti, Di Stefano, Domingo, Carreras, Björling o Gedda, entre muchos) en la hegemonía de la lírica. Kaufmann, además, tiene un arma que ninguno de sus antecesores manejó, a excepción tal vez del italiano Franco Corelli: una apostura física y presencia escénica rara en la ópera.
Quizá es Kaufmann el mejor tenor que aparece en Alemania desde los tiempos de Wunderlich. Ha habido cantantes germanos de mérito y figuras sobresalientes en la familia de los heldentenoren, pero Kaufmann es una suerte de personalidad insaciable y de “tenista” que juega igual de bien en todas las superficies. Tanto por las aptitudes teatrales como por la versatilidad, que nunca ha descuidado la sensatez ni el instinto artístico. De hecho, su consagración internacional como tenor imprescindible se remonta a apenas seis o siete temporadas. Ha tenido paciencia. Ha perseverado en los papeles secundarios. Y ha sabido aprovechar las oportunidades. Desde la sorpresa en el Covent Garden (La rondine) hasta su impecable Alfredo neoyorquino y su espléndido Werther de París.
Unos y otros papeles sobreentendían que Kaufmann era un tenor lírico puro, aunque su competencia en Carmen y sus primeras incursiones wagnerianas implicaron una apertura hacia el repertorio de riesgo. Puede avanzarse, pero ya no se puede retroceder. La prueba está en que el tenor bávaro ha tuteado enciclopédicamente el catálogo verdiano -Trovatore, Don Carlo-, acaba de probarse como protagonista de La fanciulla del West (Puccini), se ha convertido en el Lohengrin del siglo XXI y tiene entre sus planes acometer el papel sagrado, absoluto de Otello.
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